El Niño del Papalote
Golpeaba la brisa matutina el rostro de Cecilia. Cinco
pepitas de calabaza quedaban en la bolsa de plástico y de un bocado masticó
todas, la cáscara le causó una tos profusa; a causa de ello tuvo que estacionar
su auto para mitigarla. Tomó un poco de agua, salió del auto a tomar aire,
todavía carraspeaba la garganta. A lo lejos observó a un pequeño sacándose de
quicio a los pies de una antigua estación de ferrocarril.
Cecilia
tomó su cámara fotográfica y se fue acercando al lugar. El niño se percató de
su presencia, dejó todo en el suelo para irse a esconder detrás de una de las
paredes de la estación que guardaba celosamente restos de lo que fuera un
antiguo cartel. -No temas, amiguito. Me llamo Cecilia Soto y soy fotógrafa. Y
tú, ¿cómo te llamas?, con un poco de vergüenza el niño contestó –Santiago-. El
niño apenas asoma su rostro y con una risita burlona se vuelve a guardar.
Cecilia parece divertirse, va hacia el lado contrario para tomarlo por sorpresa
y aparece intempestivamente para asustarlo sin éxito alguno. Santiago se
encontraba sentado y muy concentrado realizando una tarea que Cecilia no
lograba discernir. -¿Qué es lo que haces con tanta dedicación?-.
-Un papagayo de muchos colores. Se lo quiero regalar a mi
papá cuando llegue de viaje.
-¿Puedo tomarte algunas fotografías mientras haces tú
papalote?
-Papagayo, señora-. Santiago asintió con la cabeza.
La sesión fotográfica comienza, el alma antigua que proyecta
su objetivo le inspira a obturar en repetidas ocasiones hasta que Santiago se
pone de pie para caminar hacia el fondo del terreno blanquecino y pedregoso, se
dispone para emprender la carrera con hilera en mano acomodada ésta sistemáticamente
en un trozo de madera, puede sentir en sus pequeños brazos el calor de un sol avasallante,
el sol de las secas. Bajo un cielo despejado la brisa sopla anunciando la
oportunidad para hacer volar el papalote. Santiago solo tiene una meta, sus
ojos de chispa de hoguera se ciernen sobre la nave de esos sus sueños, dulces
como la inocencia misma con que espera la llegada de su padre.
El muro, otrora verde
proyecta su sombra entre agujeros, la sombra corre hasta perderse en la hierba,
las piedras parecen no dañar sus pies; el intento fue fallido sin embargo regresa
al mismo lugar para intentarlo de nuevo.
Cecilia sigue fotografiando a Santiago, de pronto se ha
visto con la cámara fotográfica a un lado, se ha quedado embelesada admirando
como el papalote alza el vuelo. Santiago no se ve contento.
-¡Lo has logrado!, ¡qué maravilla!, ¿qué pasa, acaso no
estás feliz?
-Lo llevaré a casa a dormir.
-¿Cómo harás eso?, Debe ser complicado.
-Mira- Santiago comienza a caminar por la vía del tren,
Cecilia le sigue intrigada, aprovecha tomar su última fotografía a contra luz,
el sol está por ocultarse en el horizonte selvático. El paso rítmico del niño
les lleva muy lejos de la estación, ella sugiere regresar pero Santiago no
escucha, él continúa caminando. El aire se torna pegajoso, frío, Cecilia apenas y puede respirar, no aguanta
más, debe sentarse para recuperarse. Hasta entonces, retorna a paso veloz para
esquivar la noche. Busca en su mochila las llaves del auto, abre la portezuela
y de la nada escucha un llanto, azuzada corre a investigar. No, no era Santiago.
Se siente tan agotada que decide quedarse a dormir en el lugar, consigue un
hotel modesto dónde pasar la noche. Presiente que debe ver una vez más al niño
del papalote.
Al día siguiente toma un desayuno rápido, deja su auto
estacionado en frente del hotel. Ahora irá caminando con la cámara al cuello.
De camino toma más fotografías, no lo puede evitar. Cuando hubo llegado a la
estación buscó sin encontrar a Santiago. Entró al edificio para observar sus
paredes derruidas, con el ruido de sus botas pisando la hojarasca salieron del
lugar una veintena de palomas pardas. Recompuesta siguió pero con más cautela.
Sentado en el andén estaba Santiago haciendo un papalote.
-Hola Santiago, y el papagayo de ayer ¿dónde ha quedado?
-Duerme
-¿Podemos ir a verlo?
Santiago baja del andén de un brinco, la caminata comienza
en medio de los rieles. Cecilia va a lado suyo sin perderle de vista, piensa
que esta vez llegará hasta el final. Han caminado tres leguas, y en el trayecto
recordó las eternas caminatas que realizaba a lado de su padre recolectando
conchas y caracolas marinas a la orilla de la playa de arena fina. Cecilia
sedienta le pregunta cuánto falta para ver el papalote. Santiago detiene el
paso.
-Aquí es-. Catalina se extraña. – ¿Cómo que aquí?-. Santiago
señala el suelo de su lado izquierdo. Catalina siente un vértigo y vuelco en el
estómago cuando se percata que encima de una tumba encuentra el papalote. – ¿Tu
padre está muerto?- Intuye. – ¿El tuyo también?-. Titubea Catalina al contestar
–Mmm, digamos que no tenemos buena relación, de hecho, no existe tal relación
pero cuéntame por qué haces un papalote todos los días y lo traes aquí-. Los
ojitos de Santiago se nublan sin dejar caer la lágrima –Se lo prometí a papá
cuando se despidió de mí, pero nadie se dio cuenta que le seguí, lo vi partir
con una señora que no era mi mamá. Mi mamá dijo que había muerto, esta es su
tumba, mamá es feliz pensando que yo le creo-. Cecilia siente impotencia –Eres
un niño bueno, tu padre te buscará, no lo dudes- No lo dice muy convencida, es
más una frase de compasión. Cecilia se despide de Santiago acariciando su
cabeza, le obsequia una bolsita de caramelos de miel que compró en la tienda
que se encuentra a un lado del hotel. Santiago sonriente agita la mano para
decirle adiós mientras ella se aleja pensativa.
La historia de Santiago ha trastocado la vida de Cecilia,
todo el trayecto de vuelta estuvo pensando, luchando contra sus deseos,
analizando una y otra vez lo que platicó con el niño del papalote; de repente
sentía eso que dicen que es un nudo en la garganta, su corazón palpitaba rápido
pero jamás una lágrima recorrió sus mejillas.
Tarde había llegado a casa, en el pasillo del edificio
alcanzó a divisar una sombra desgarbada que se alejaba, trató de apurarse para
ver quién era esa persona pero la sombra subió a un auto y se marchó. Cecilia
abrió la puerta de su casa, se tumbó sobre un sillón lo suficientemente mullido
como para hundirse en el sueño más profundo, se levantó por un libro de cuentos
infantiles, leía “Juan sin Miedo” cuando sonó su teléfono, ella no quiso
contestar. El teléfono sonó por tercera vez, Cecilia se preguntaba quién le
buscaba con tanta insistencia, así que se puso de pie y fue a la mesita que
está a un lado de la mecedora para contestar –Dígame-, hubo un silencio, una
voz algo nerviosa se escuchó del otro
lado de la bocina –hija…-.
Cuento corto inspirado en dos personas que les une algo más que una ausencia. El cariño por el terruño del otro y el amor que ha resistido los embates del tiempo, la rutina y el desconocimiento.
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