LA EMPATÍA: El sentido del relativismo cultural
(Primera entrega)
NACE
EL RELATIVISMO CULTURAL
Durante el proceso de endoculturación, entendido este como la transmisión
de costumbres, normas y valores en el seno de una cultura, se produce tres
efectos en el individuo y que por lo tanto se reflejan en la sociedad: uno
negativo representado por el etnocentrismo, y otros dos positivos que son el de
afirmar la identidad del individuo dentro de su propio grupo y el de producir
la estabilidad cultural (Martín:1992:71).
El etnocentrismo es la tendencia a aplicar los propios valores
culturales para juzgar el comportamiento y las creencias de personas criadas en
otras culturas. El etnocentrismo es también un universal cultural. En todas
partes la gente piensa que las explicaciones, opiniones y costumbres que les
resultan familiares son ciertas, correctas, adecuadas y morales. Ven el
comportamiento diferente como extraño o salvaje (Kottak:1997:25).
Ya desde el siglo V antes de nuestra era, los griegos estaban
conscientes de las concepciones etnocéntricas, así Herodoto, escribe a cerca de
ello:
“…si pudiera a los hombres escoger entre todas las costumbres del mundo
las que le parecieran mejores, ellos las examinarían todas; pero terminarían
prefiriendo las suyas propias: tan convencidos están de que sus usanzas superan
con mucho las de todos los demás…” (Pelto:1980:20)
Más tarde Protágoras acuña una frase “el hombre es la medida de todas
las cosas”, su postura incide en que cada hombre juzga a su parecer las cosas;
pero no obstante, resulta más bien ser prueba de un egocentrismo, y en escala
mayor, de un etnocentrismo, esta frase resulta ambigua sino se le analiza
detenidamente, pero es más comprensible si tomamos en cuenta que Protágoras
pertenece a los sofistas, quienes gozaban de gran habilidad dialéctica.
Fácilmente podían convencer a su auditorio acerca de cualquier tesis, y, luego,
de su contraria.
Después del oscurantismo del siglo XV, donde se ponderaba sobre todas
las cosas la religión, surgen durante el periodo de la Ilustración en los
siglos XVII y XVIII un conjunto de filósofos y científicos como los ingleses
Locke y Bentham, los franceses Rousseau, Monstesquieu, Diderot, Bufón y
Voltaire y el estadounidense Thomas Jefferson, entre otros, se interesan por
explicar las diferencias entre las formas culturales y la multiplicidad de
lenguajes y manifestaciones religiosas. Esa inquietud es el punto de partida
para que la antropología se convirtiera en una ciencia social a partir del
siglo XIX. En la segunda mitad del mismo, Europa alcanza un desarrollo
económico inusitado gracias a la revolución industrial y el incremento de la
actividad comercial. La veloz sucesión de inventos y descubrimientos aplicados
en la industria y los avances en la comunicación entre los países de Europa
provocan a sus habitantes una sensación generalizada de progreso, con la que
también se explica el curso de la humanidad y que influye en el enfoque de las
ciencias sociales y naturales. En este contexto, los primeros antropólogos
difunden estudios desde una perspectiva evolucionista antes de que la obra El
Origen de las Especies (1959), de Charles Darwin (1809-1882), se publique.
La antropología surge con el propósito de clasificar las diversas
sociedades humanas en una línea de desarrollo tecnológico y de organización
social dispuesta de lo simple a lo complejo. A mayor desarrollo y complejidad
técnica y social, una sociedad se coloca en un estadio evolutivo superior. El
empleo de la expresión sociedades primitivas para referirse a las
colectividades contemporáneas que no han alcanzado el nivel avanzado es una
consecuencia de esta visión, que las ubica en una escala inferior del
desarrollo social y no como sociedades diferentes, como lo harán antropólogos
posteriores.
Los evolucionistas suponen que todas las sociedades siguen un desarrollo
único que va de lo primitivo hasta la civilización, cuyo modelo es la sociedad
europea del siglo XIX, y, por tal razón, a quienes participan de dicho supuesto
se les denomina también evolucionistas unilineales. Esta perspectiva
etnocéntrica determina el enfoque de estudio de las diferentes sociedades. Por
ello, el punto de referencia del antropólogo para clasificarlas será su propia
sociedad y verá aquellas como manifestaciones de estadios o fases anteriores.
Esta formas de abordar los grupos sociales tiene implicaciones
importantes, ya que a menudo los rasgos distintivos de uno de ellos se explican
incorrectamente como si fueran resultado de su ubicación geográfica, de un
desarrollo mental más lento o bien de procesos de degradación o retroceso
cultural.
A principios del siglo XX surge otra corriente antropológica, la escuela
culturalista norteamericana. Dicha escuela sostiene que cada cultura es
producto de una historia donde ha confluido una compleja red de factores que no
es posible establecer de antemano y, en consecuencia, que solo resulta
comprensible con base en sus propias particularidades. Por ello, al culturalismo
también se le denomina particularismo histórico.
Los principios particularistas del
culturalismo impulsan el relativismo cultural, según el cual una cultura solo
puede entenderse en sus propios términos –con base en el conocimiento de su
dinámica específica- y no puede haber, por tanto, culturas o valores y
costumbres mejores o peores.
Por el contrario, Lévi
Strauss aboga por la impermeabilidad entre las culturas, es decir, mantener de
forma aséptica la idiosincrasia originaria de cada cultura. El intercambio
cultural quedaría reducido a la simple
conversión de los elementos culturales en meros objetos que ocasionalmente
pueden adquirir usos diversos en culturas distintas. Junto a este aspecto
instrumental, estaría también un aspecto simbólico dependiente del sistema de
procedencia en su conjunto, al que de ninguna manera podríamos acceder
(Altarejos y Moya: 2003:6).
Clifford Geertz critica a
Lévi Strauss y su etnocentrismo “se trata de que debemos conocernos los unos a
los otros y vivir según ese conocimiento o acabar aislados en un mundo de
absurdo soliloquio a lo Beckett”(citado en Altarejos y Moya:2003:7)
Las posturas con respecto
al relativismo cultural son diversas; entre ellas una que propugna un
funcionalismo descarado basado en una justificación al puro estilo organicista británico;
pues el concepto de relativismo cultural no significa que todas las costumbres
sean igualmente valiosas, ni implica que haya costumbres peligrosas. Algunas
pautas de comportamiento pueden ser nocivas en cualquier parte, pero aún tales
pautas sirven para algún propósito en la cultura, y la sociedad sufrirá, a
menos que se le proporcione un sustituto (Horton y Hunt:1997:72). Se puede
deducir que mantienen la idea que empleaba Durkheim (1995:19) cuando hablaba de la religión y del problema
moral moderno. Se tendría que encontrar un equivalente expresivo-funcional
laico regidor de la conducta social humana.
Tejera Gaona rescata una
ventaja de la doctrina relativista, la tolerancia. Es cierto que el relativismo
apoya la tolerancia en ciertas costumbres donde no se transgreden los derechos
humanos más elementales.
Otros autores opinan que no
necesariamente el relativismo cultural es la única manera científicamente
aceptable de referirse a las diferencias culturales. La objetividad científica
no tiene su origen en la ausencia de prejuicios –todos somos parciales-, sino
en tener cuidado de no permitir que los propios prejuicios influyan en el
resultado del proceso de investigación (Harris:2), lo que en ciencias sociales
se conoce como vigilancia epistemológica (Bourdieu, Chamboredon y Passeron,
2004: 11-24).
El relativismo es un mito
romántico que procede del siglo XIX: se les dice que no se preocupen por su
situación de dependencia y postración, que tienen una gran riqueza cultural,
mucha diferencias, y que no intenten homogeneizarse con las culturas
dominantes. El proceso de modernización tenderá siempre a la homogeneización,
al ideal de igualdad moderno que dice que todos los hombres tienen los mismos
derechos y los mismos deberes, que tienen en cuanto personas una dignidad que
hace que ellos sean un fin y no medios, no cosas, y ello por una razón de
justicia elemental(Jimenez:34-35). ¿Pero quién está legitimado para decirlo y
desde dónde? Al respecto Adela Cortina (3) menciona que la tarea consiste en
nuestros días descubrir ese “desde dónde” que nos permita conservar lo mejor
del universalismo y de la sensibilidad ante lo diferente en un “tercero” que
los supere, sin desperdiciar la riqueza que ofrecen una y otra. Ese tercero
consistiría en una ciudadanía intercultural, construida desde un auténtico
diálogo.
Este tipo de relativismo, que nos ayuda a
situar en el lugar que les corresponde nuestras costumbres, sin tener por qué
renunciar a ellas, es el que se requiere para alcanzar ese conocimiento del
otro que suele denominarse con el término de empatía. Se trata de una actitud
deseable que nos enriquece al ayudarnos
a adoptar perspectiva. En definitiva, es éste el sentido de relativismo
cultural que se opone al etnocentrismo (Altarejos y Moya: 2003:10).
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