Nado la nada...




No importa si le tengo que echar más agua al último café de la noche, su amargura se la debo a la luna sin poeta que espera silente a que vaya la inspiración en el soplido del hálito salino, el mar, viejo y muy querido amigo.

Hundidas las barcazas, de polizones los besos, naufragan, se ahogan, se pierden nadando hacia los abisales de peces ciegos. Pienso en lo irremediable de la novedad y en la antigüedad de un alma que ya no existe porque no hay quien se reconozca en ella. Libre. No decido entre dejar los brazos o las piernas en la orilla. El sol bañará las miradas sin dirección en el largo y vasto espacio de los amantes que vacían su amar en el océano. Y si al medio día pierdo la sombra, cose mis labios para no gritar mi horfandad a la rosa de los vientos. Estrella de mar y cielo que se perpetúa en los ojos del pescador, única querencia de la tormenta.

Un día regresé sola del mar y  la casa no era hogar, entonces grité mi soledad y mis ojos fueron océano de un instante, la vida siguió tras la muerte en el abandono de mi infancia, no volvería a rezar ni adorar ningún símbolo, comprendí que al mar me debo, y de él soy tan sólo un grano de sal.


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