Las Estaciones
Habrá sido verano, no recuerdo muy bien porque en esta península parece que se vive en una eterna primavera, con sus ligeros frescores desde septiembre hasta febrero, marzo que es cuando las playas están preciosas y le sigue un periodo de lluvias que generan ese verdor exuberante, pero también los bullangueros mosquitos, ranas y fastidiosas moscas.
¿Quién podría olvidar ese calor,
la humedad, la piel pegajosa o el sudor post regaderazo? Yo no olvido con
facilidad los fríos humedecidos que, aunque te cubras sientes que te cala los
huesos, te hace recordar los tragos amargos, sí, los de café y un buen guaro,
los que más se disfrutan en compañía de los recuerdos y con quien compartes
también los hubieras, un vicio recurrente en nosotros los viejos.
Elisa, una dama tan elegante, con la vida resuelta; venía de una familia adinerada, excelente pedagoga. La vi caminar por ese andén que muchas veces también recorrí llevando y trayendo papeles del despacho de su padre, un viejo muy duro; ella caminaba vacilante con un veliz de buena manufactura, su sombrero favorito de color lila que resaltaba sus hermosos ojos marrones claros, lo sé porque muchas veces vi que lo prefiriera, incluso, antes que uno nuevo que yo mismo le regalé en un cumpleaños; tuve que privarme de muchas cosas para poder comprárselo; sin embargo, siempre se ponía el lila. Su grácil silueta enfundada en una falda ajustada a su cuerpo, me dejó anonadado, su piel apiñonada tomaba un color miel muy bonito, yo seguía observándola, de repente ella se detuvo en seco, mi corazón dio un tumbo que casi me hace devolver el desayuno, miró hacia una de las ventanas del tren y parecía hablar con alguien que no bajó hasta que el tren estuvo a punto de partir, un caballero de traje azul marino la tomó por la cintura y le dio un beso que parecía eterno, ella se aferró a su cuello mientras le susurraba palabras que no logré descifrar con el movimiento de sus labios. Él lloraba, ella también, volvieron a abrazarse y yo me di la media vuelta, no quería demorarme en beber el café de medio día.
Desde ese día soy el
hombre más feliz de este mundo porque Elisa, con sus ojazos y su sonrisa de cien mil golondrinas, me sirve el café por las tardes,
como hoy, como siempre.
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