EL CÁNTARO AGUJERADO
Llevaba días mirando obras pictóricas de van Gogh, había
compartido un par de ellas por las redes sociales. El sol apuntalaba con su tradicional
candor tropical.
La noche anterior no había dormido bien debido a una alergia
que le sometió a guardar reposo mientras el antihistamínico hacía efecto. Era
sábado, medio día, tenía hambre y lo primero que hizo fue tomar su teléfono
para escuchar de la voz de un amor lejano los buenos días; entonces se levantó,
se dirigió al baño y vio su rostro enmarcado en un espejo sucio de pringas de
jabón y dentífrico, ya no llovía en su faz mas afuera los nimbos amenazaban con
verter agua a cántaros.
Tenía hambre y furibunda rumiaba un par de ideas para su
trabajo que por retraso había sido cancelado para entrega esa semana, lo cual
se traduciría en una merma de alcohol, café y cigarrillos. El sonido de su
estómago la impulsó a salir de su estancia, dio el primer paso para cruzar la
puerta y a sus pies un cigarro marlboro rojo, pensó –de los que me gustan-, no
dudó y se inclinó a cogerlo -¿cómo llegó hasta aquí?- momentos antes, tres
ferrocarrileros tomaban cerveza en el cuarto de uno de ellos; el cigarro está
entero, algo maltratado, un poco arrugado, aplastado como hoja de papel y tiene
unas marcas como mordidas de un cachorro Alaska que muy probablemente
mordisqueó y justo lo dejó en frente de su estancia. El cigarrillo lo guardo en
el bolsillo derecho de su pantalón y emprendió el camino al restaurante.
Ese día no tuvo nada en particular, como mandaba la rutina
saludó a las cocineras encargadas de servir a los clientes, preguntó por la
venta, le sonrieron y le pusieron un poco más a sus guarniciones sin que la
dueña las mirara, Mara metió la mano en su bolsillo, sintió con las yemas de
los dedos el cigarrillo, lo hizo a un lado y sacó unas monedas que depositó en
el cochinito casi vacío que se encontraba arriba de la vidriera. Después de
haber comido las enchiladas de mole, salió del restaurante sin rumbo ni
destino, caminó cerca de un parque y colocado estratégicamente en los contenedores
de basura, halló un cuadro cuya imagen era de van Gogh -¡es la terraza de café
por la noche!- exclamó cerca de una paloma parda que buscaba comida en el
asfalto y que huyó despavorida al escuchar a Mara proferir su eventual
excentricidad. Apresuradamente se volcó a recoger el cuadro y a solas hablaba
sobre los pelmazos que lo habían dejado pudiendo reciclarlo y armar uno nuevo
con alguna otra imagen.
El cuadro estaba pesado, el marco era de buena madera roja,
caoba quizás. Mirando muy de cerca a través del vidrio se percató que la imagen
era un rompecabezas, cruzó la calle y delante suyo podía escoger en cual banca
tomaría el fresco. Decidió sentarse en una banca situada lejos del indigente
que maullaba por ronquido su alcohólica miseria, acomodó a su lado el cuadro,
se sentó y echó hacia atrás la espalda y la cabeza quedó mirando hacia arriba a
una ceiba de brazos abiertos, de susurro tormentoso llegaron a sus ojos los
días lluviosos que acabaron con todos sus rompecabezas, pobre recuerdo de vida
conyugal. Restregó sus ojos con las palmas de las manos y emprendió el camino
hacia la vieja estación de tren. Al llegar saludó a Don Felipe que se
encontraba sentado en un antecomedor improvisado, por silla un bloque por mesa
una cubeta, servida estaba la mesa, una coca cola y vaso desechable rojo. Don
Felipe contestó el saludo con la afabilidad que lo caracterizaba –Buenas tardes,
Marita- Le ayudó con el cuadro.
-Ya regresé a darle lata ¿Ya mero terminan?-
-Pos todos los muros ya están listos, esta semana se
quedaron libres los albañiles, hasta la otra comienzan a poner puertas, el piso
y el techo-
-Oiga, hoy no llegó tren, sólo veo los vagones-
-Llega más tarde, Marita-
Mara y Don Felipe caminan el andén hasta llegar a unas
escaleras que conducen a las rieles, exactamente donde está la palanca de
cambios de las rieles del tren. Don Felipe aunque mayor, todavía tiene fuerza
para mover la palanca y mostrarle a Mara el funcionamiento, las rieles se van
moviendo de izquierda a derecha pero no terminan de acoplarse, una tuerca se ha
desatornillado, inútilmente Don Felipe con toda su potencia trata de juntarlas.
-Déjelo así Don Felipe, a fuerza ni los zapatos entran- con
sorna eleva una carcajada.
-Así, igualito es la vida. Cuando a alguien se le zafa un
tornillo ya no encaja, entonces es el momento de irse pa’ otro lado, buscar
aire nuevo añorando lo viejo. Lo que ya está muerto Marita- Don Felipe limpia
su frente chorreante de sudor.
-Yo una vez me encontré un clavo de durmiente, era muy
antiguo. Fíjese que a mí me gustan los trenes pero nunca he viajado en uno, a
lo mejor fui maquinista en otra vida- Mara sonríe imaginando que conduce un
ferrocarril.
-Pues cuando empezamos a chambear aquí, nos pusieron a
recoger clavos y me encontré un clavito, muy curiosito, es muy antiguo, si
quiere se lo regalo, está en la bodega. Vamos pa’ que se lo muestre-
En la bodega los esperaba la Canela, ojiverde, regordeta
como un cochino pero muy cariñosa, detrás de ella se apareció el Negro, aún
convaleciente. Un día dejó de comer y famélico movió la cola con las poca
vitalidad que había recuperado tras un par de inyecciones que le propinaron unos
veterinarios de buen corazón. Don Felipe, entusiasmado sacó de una cajita los
clavos y entre ellos escogió el más pequeño y antiguo para dárselo a Mara,
quien atenta miraba su búsqueda, ella no se negó a llevárselos todos ante el
ofrecimiento de Don Felipe, cuando se retiró de la estación llevó consigo una
bolsa que pesaba más de cinco kilogramos en una mano y en la otra el cuadro.
Mara fue riendo todo el camino de vuelta, bizarra parloteaba,
a decir por ella misma, las estupideces que había oído decir a la dueña del
restaurante donde acostumbraba comer todos los días –ese tabasqueño es un
pinche loco, cómo vas a creer que viajó con maleta en mano y dentro de ella
llevaba un cocodrilo de un metro amordazado con cinta gris y envuelto en una
toalla mojada (reía), y luego la imbécil de su esposa que se queda sin comer su
presa de pollo para alimentar al cocodrilo y que aguante hasta que lo vendan,
no se puede ser más pendejo porque lo eres todo de nacimiento (se carcajeaba),
la cabeza ya no les da para más-
Asentó las cosas en el suelo para sacar de su otro bolsillo
la llave de su estancia, con mucho trabajo abrió la puerta, movió hacia un lado
y hacia el otro las cosas que le estorbaban, tomó la bolsa de clavos y el
cuadro, con uno de sus pies cerró la puerta de una leve patada. Hurgó en su
bolsillo derecho y depositó el cigarrillo en la canasta asignada para ello,
contó con sumo cuidado todos los que ya tenía, en voz alta dijo el número del
nuevo ejemplar; el cuadro fue acomodado donde estaban doce cuadros más, vació
la bolsa de los clavos y los metió en una cubeta de aluminio, los aventó uno
tras otro para escuchar el sonido estridente que provocaban en caída libre.
Vino un silencio, tomó su teléfono móvil esperando las buenas tardes de un amor
distante pero como siempre, como hoy, no sonó.
Dispuso sus herramientas de trabajo,
buscó entre el muladar una botella de ron añejo, le dio un trago, carraspeó la
garganta, cerró el ordenador y se fue a tumbar sobre su colchón. Cerró los ojos,
un ruidito la puso en alerta, sonrió, ahí estaba, como cada tercer día,
moviendo los trastos del fregadero, mirándola con esos ojos compasivos de hosco
brillo, la rata.
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